Las fotografías del coleccionista libanés, expuestas en la Casa Árabe de Madrid, muestran los años de esplendor previos a la guerra civil que destruyó su país
Edificios derribados, coches calcinados, hombres armados y familias, cargadas de aparejos, huyendo. La violencia uniformiza los paisajes, mutilándolos. La paz los exhibe con todos sus matices. La exposición «Un impulso extraño» empuja a esa reflexión. Creada a partir de la colección de Mohsen Yammine, la muestra, inaugurada el pasado jueves en la Casa Árabe de Madrid, retrata la época dorada del Líbano, un periodo de esplendor que precedió a la guerra civil, también internacional, que dinamitó su convivencia en 1975. El país, hijo del hundimiento del Imperio Otomano, troceado tras su derrota en la Primera Guerra Mundial, poseyó una sociedad diversa desde su nacimiento. En los años 20, cuando la Sociedad de Naciones otorgó a Francia su tutela bajo la fórmula del mandato, cristianos y musulmanes, tanto sunitas como chiítas y drusos, convivían en el territorio. La independencia llegó entre 1943 y 1946, cuando las tropas galas lo abandonaron definitivamente. A partir de entonces, la bonanza económica, basada en el comercio y el turismo, permitió sortear, durante décadas, las tensiones entre comunidades religiosas, también trasladadas al plano político y azuzadas por la inestabilidad, casi inherente, de toda la región.
«Beirut, la capital del Gran Líbano, encanta a los viajeros por sus vistas, dominando el mar por las innumerables techumbres rojas de sus casas superpuestas como escalones. Es, hoy, una ciudad de largas avenidas, con edificios suntuosos. Es en este puerto, que es un centro político, intelectual y comercial, donde Occidente y Oriente se encuentran de la manera más feliz», decía un artículo de «Le Monde diplomatique», sobre el Líbano, publicado en noviembre de 1957. Su título era «La Suiza de Oriente Medio». Como explicó el propio Yammine a ABC, sus fotografías, depositadas en la Fundación Árabe para la Imagen de Beirut, hablan de ese tiempo, de esa calma aparente, quizá frágil, pero pacífica al fin y al cabo, en la que una sociedad plural quedó retratada en las imágenes de hombres con fez y de mujeres vestidas a la occidental, en las de actores de cine y fieles maronitas, en las de un equipo de fútbol, en las de de casas con alfombras turcas y en carteles de publicidad donde, en árabe y en francés, se prometen zapatos ingleses, se anuncian agencias de viajes y tiendas de discos de música.
—Las fotografías de su colección se fechan entre los años 20 y el final de la década de los 60, lo que se considera una edad de oro para su país.
La colección es muy diversa. Hay imágenes que están cogidas de la vida diaria, con uniformes y vestimentas de aquellos momentos. También hay autorretratos y fotografías de los pueblos y las ciudades tal y como eran antes de que el cambio urbanístico las aplastase y les diese otra forma. Y después la guerra, mucho más aún.
—¿Por qué decidió hacerse coleccionista de fotografía?
Creo que cualquier tipo de deseo, de aspiración en la vida, requiere algo de locura. Por tanto, lo que tenemos que hacer es seguir, trabajar, para poder superar todos los obstáculos que nos permitan alcanzarlo. El Líbano ha pasado por una guerra larga. Empezó en 1975 y no terminó hasta 1990. En la guerra, vi que todo a mi alrededor estaba cambiando muy rápido. Normalmente, los cambios que acaecen en un lugar suelen ser muy lentos. Lo que pasó durante la guerra es que hubo como una onda expansiva, como un huracán que causó un cambio repentino. Una fotografía es una congelación del tiempo, es un momento que se queda reflejado y se paraliza. Esa es su función. Y lo que queríamos hacer era, precisamente, volver a esos momentos y ver qué es lo que pasó, cómo hubo tantos cambios en un mismo lugar.
El tiempo es muy fluctuante, y la única manera de paralizarlo es la imagen.
El 13 de abril de 1975, Beirut, la misma ciudad alabada por su belleza por «Le Monde diplomatique», se convirtió en escenario del inicio de la guerra. Ese día, las falanges cristianas, un grupo armado controlado por el maronita Bachir Gemayel, se enfrentaron con un grupo de palestinos, llegados en varias oleadas desde Israel. Vicente Gállego, en una columna publicada en «Blanco y Negro» en septiembre de ese año, lamentaba: «¡Aquel tranquilo y próspero Líbano de hace tan pocos años! Los hoteles abundaban y eran —o son— muy confortables. En los escaparates refulgían objetos suntuosos, marfiles y joyas. El oro se comercializaba libremente y se podía adquirir en tiendas que abrían sus mostradores a la calle. Gran parte del dinero que torrencialmente producía —ahora produce aún más— el petróleo árabe era depositado en los Bancos libaneses. El país surgía como un emporio de prosperidad, una muestra de bienestar y riqueza, además de su interés arqueológico e histórico (…) la antigua Fenicia alcanzó su independencia en 1944. Treinta años de esperanza y prosperidad. Ahora corre la sangre y proliferan los problemas al socaire del tableteo de las ametralladoras».
El conflicto prendió todo el país y pronto adquirió una dimensión internacional, convirtiendo el Líbano en un campo de batalla donde, aliándose con distintas milicias y enviando tropas, Damasco y Tel Aviv también dirimieron sus diferencias. La firma de los acuerdos de Taëf, en octubre de 1989, puso fin a la contienda.
—En las imágenes se aprecia la pluralidad del Líbano. ¿Qué sucedió para que ese mundo desapareciera en 1975?
No es que cayese el modelo, es que vibró. Lo que pasó en aquel momento, durante la guerra, es lo que está pasando ahora mismo en toda la zona de Oriente Medio y del norte de África. La causa es la intervención desde el exterior: en Siria, Irak, Libia, Yemen y en Egipto, especialmente. Lo que esperamos es que la convivencia siga y que podamos vivir bajo un mismo techo, que es el Líbano.
—¿Considera que coleccionar estas fotografías y exponerlas puede contribuir a ese esfuerzo?
Creo que la convivencia ya está volviendo a ser a como era antes, pero se va a fortalecer mucho y va a crecer cuando se apaguen los fuegos que se encuentran alrededor del país.
—La muestra que se expone en la Casa Árabe lleva por título «Un impulso extraño». ¿Por qué?
Mi pueblo, que se llama Zgharta, en el norte del Líbano, sufrió muchos cambios cuando ampliaron la vía principal. Por lo tanto, mi propia casa, en la que nací, donde crecí, cambió. Allí, en aquella época, había un fotógrafo armenio, que suelen ser los que dominan la profesión de la fotografía en Siria, Egipto, Líbano y Palestina, llamado Yertchan Dankikian. Él empezó a enseñarme imágenes muy, muy antiguas. Y entonces sentí ese impulso extraño de coleccionarlas.
Yertchan me invitó a su estudio y quitó una cortina verde. Detrás de ella, había un gran tablón de madera con sesenta imágenes de personas de Zgharta con su vestimenta original, con sus pantalones bombachos, sus armas y sus grandes bigotes. Cuando le pregunté quiénes eran, me dijo que personalidades de mucho tiempo atrás. Y me llevó a conocer el estudio de Camille el Kareh, que estaba en la zona baja del pueblo. La grúa estaba derribando las casas y alcanzando su estudio, que era uno de los más antiguos. Allí me recibió su hijo, que es profesor, y me enseñó una parte de la herencia que tenía de su padre. Había incluso diapositivas en cristal. Él se quedó con otra parte de la colección. Pero un año o dos después sintió un poco de pena por no habérmela dejado toda, porque su familia no la valoró y la tiró a la basura. Solo pude salvar una parte. El camino de las mil millas empieza con un paso. Ese fue el primero.
—Al mencionar a Yertchan, ha indicado que los armenios son los que mejor dominan el arte de la fotografía en varios países musulmanes. ¿A qué se debe?
Ha pasado un siglo desde el inicio del genocidio armenio, cuando llegaron en oleadas migratorias a Líbano y Siria. Se debe a que es un pueblo muy productivo, al que le gusta trabajar, y también muy artesano, con una habilidad especial para dominar varias profesiones. Una de ellas es la fotografía. Parece que ese conocimiento se pasó de una generación a otra.
—En su colección, muestra un vivo interés por el retrato.
Un fotógrafo profesional, cuando lo es de verdad, lo muestra en el retrato. Lo más importante es su intento para entrar, a través de la cámara, en la mirada, en los ojos, en el interior, y saber quién es el fotografiado. Por eso me gusta.
—¿En qué se fija para elegir sus fotografías, qué criterios emplea?
La importancia de una fotografía se debe a varios motivos. Hay algunas que lo son porque documentan un acto determinado. Como he dicho antes, reflejan la vida de una ciudad, de un pueblo, de una persona, de un grupo, y son una manera de congelar el tiempo y la mejor arma para luchar contra nuestra desaparición. Filosóficamente, cada día que pase estamos más cerca de ella, porque la vida del ser humano es frágil, muy frágil.
La guerra del Líbano causó unos 145.000 muertos, alrededor de 185.000 heridos y entre 2.000 y 17.000 desaparecidos. Una selección de las fotografías coleccionadas por Mohsen Yammine —coordinada por Marc Mourakech y Clémence Cottard, directores de la Fundación Árabe para la Imagen de Beirut— podrá visitarse en la Casa Árabe hasta el 3 de septiembre.