La peculiar fachada abierta del edificio de la familia Barakat lo convirtió en el puesto más codiciado del frente. La ciudad de Beirut reabre ahora el lugar como museo de la memoria histórica
La historia de quince años de guerra fratricida se cuela por los orificios de bala en las paredes; se mezcla entre la gravilla de los sacos de arena apilados que sirvieron para levantar trincheras; se impregna en el aire rancio de los abandonados búnkeres. Testigo silencioso de los horrores de la guerra del Líbano (1975-1990), y de la vorágine urbanística de los tiempos actuales, el edificio Barakat emerge como un recuerdo doloroso e incómodo de cómo el miedo y el odio inculcado por la religión destruyeron el corazón de Beirut.
El conflicto estalló por la desconfianza y la amenaza demográfica que representaba la Organización de la Liberación de Palestina (OLP) en el Líbano, con más de 400.000 refugiados palestinos -en su mayoría musulmanes- en los campamentos distribuidos por el país, para los grupos cristianos nacionalistas de derechas, liderados por las Falanges Libanesas (Al Kataeb, en árabe). Las escaramuzas iniciales entre falangistas y milicianos palestinos desembocaron en una encarnizada lucha entre las diferentes comunidades religiosas, que apoyaban a uno u otra bando, y más tarde en la entrada las fuerzas israelíes en el sur del Líbano, que se saldó con 150.000 muertos.
El edificio Barakat, conocido también como “la Casa Amarilla” por el color de su fachada, se encuentra en el vértice entre las calles Independencia y Damasco, por donde cruzaba la denominada Línea Verde, una frontera imaginaria que dividió el Beirut musulmán (oeste) del cristiano (este) durante el conflicto. Esta ruta suicida, que cruzaba desde la plaza de los Mártires (centro de Beirut) hasta el Museo Nacional (al final de la calle Damasco), estuvo ocupada únicamente por francotiradores que levantaron más de trescientas posiciones defensivas dentro de los edificios a ambos lados de la calzada. Como prácticamente nadie en su sano juicio transitaba por aquella peligrosa zona, comenzó a creer la hierba, y de ahí salió el nombre.
Fue precisamente la peculiar fachada abierta de este edificio de estilo neo-otomano -construido para la aburguesada familia Barakat por el reputado arquitecto Youssef Afandi Aftimos en 1924, y ampliado en una segunda fase en 1932 por Fouad Kozah- lo que lo maldijo en 1975. Ese extraordinario balcón a la ciudad se convirtió en la posición defensiva más codiciada por los francotiradores. De la noche a la mañana, la vivienda dejó de ser una residencia familiar para convertirse en refugio de milicianos cristianos de las fuerzas Kataeb, que desde allí podían controlar toda el área.
El domingo 13 de abril de 1975 fue el día en que cambió el rumbo de la familia Barakat. A Paul Barakat, de 65 años, la guerra libanesa le quitó algo más que el hogar donde nació y se crió: le arrebató los recuerdos de su familia. “Me alegra saber que la casa donde nací no ha sido demolida, pero para nosotros ya no significa nada. Le arrancaron el alma el día que nos marchamos”, sentencia.
Desde el bando palestino atacaron el edificio con cohetes RPG y uno de los proyectiles impactó en el segundo piso. “El piso estaba cerrado desde que murió mi abuela Victoria. Iba a arreglarlo para vivir allí con mi esposa, pero todo se quemó”, lamenta Paul. Tras aquel doloroso episodio, los Barakat y sus inquilinos palestinos, la familia Falaha, que eran socios de la empresa textil que levantó su abuelo Nicolás Barakat, abandonaron el edificio y nunca más volvieron hasta el día de hoy.
Secretos inconfesables
Desde entonces, y durante quince años, la casa se transformó en una herramienta de la guerra; en una máquina de matar. Sus soleadas habitaciones se volvieron lugares oscuros y siniestros. Sus rincones fueron testigos de atrocidades, de secretos inconfesables como la pasión prohibida de un francotirador que -quizás temiendo que no saldría de allí con vida- grabó en una de las paredes de cemento del edificio: “Si el amor por Gilbert es un crimen, que arda en el infierno”.
Durante generaciones los Barakat se dedicaron a la industria textil con fábricas en Mánchester (Inglaterra), pero con la guerra se pararon las importaciones y exportaciones. Ahora el apellido Barakat está estampado en el letrero de una tienda de alfombras persas que regenta Paul. El local se abrió en 1976, en la plaza del Museo Nacional, por donde cruzaba la Línea Verde.
La guerra arruinó el negocio familiar, pero les dio fortuna con la compraventa de alfombras. “Familias pudientes tuvieron que empeñar sus pertenencias, vender al peso alfombras antiguas de gran valor, que después compraban gerifaltes de poca monta que comandaban a los matones que saqueaban y robaban en las casas”, desprecia Paul. “La guerra libanesa no fue un conflicto sectario sino una maquinación para acabar con la clase media libanesa. Es muy triste ver que aquellos mismos generales que hicieron su fortuna con la guerra, esos señores de la guerra son la elite política que gobierna el país”, dice contrariado.
Pero el edificio Barakat no es sólo símbolo de muerte: también refleja la redención. Tras más de una década de trabajos de restauración, el edificio Barakat regresa a la vida para comenzar un nueva etapa como museo de la memoria y centro de investigación. Este espacio, que deja al descubierto las cicatrices de la guerra, obliga a sus visitantes a enfrentar el pasado para poder construir un futuro mejor. Este provocador proyecto, pionero en Líbano, de mano de la arquitecta y activista Mona Hallak, busca “reabrir las heridas de todos los libaneses -víctimas o asesinos- para afrontar el pasado, por doloroso que sea, y poder perdonar en lugar de olvidar”, sentencia.
Hallak regresó al Líbano poco después de finalizar la guerra en 1994, habiéndose graduado de un master en Arquitectura en la Universidad Syracuse de Florencia. Una tarde se acercó al centro de Beirut y caminó entre las ruinas del cine Roxy, conocido como “El huevo” por su vanguardista arquitectura con forma oval. Después, continuó recorriendo lo que había sido la Línea Verde y solo encontró destrucción. “Todo el centro de Beirut estaba destruido; mis recuerdos, mis vivencias habían desaparecido. Anduve en silencio, con el corazón encogido al ver todo aquel horror. Y al final de la calle Damasco, se erguía el edificio de los Barakat, manteniendo su esplendor y belleza”, rememora Hallak. “Entré dentro del edificio y mi cuerpo empezó a temblar. Allí, bajo mis pies, estaba la historia viva de la guerra. Quedé fascinada con aquel lugar que fue mi secreto durante años”.
La historia de quince años de guerra fratricida se cuela por los orificios de bala en las paredes; se mezcla entre la gravilla de los sacos de arena apilados que sirvieron para levantar trincheras; se impregna en el aire rancio de los abandonados búnkeres. Testigo silencioso de los horrores de la guerra civil del Líbano (1975-1990), y de la vorágine urbanística de los tiempos actuales, el edificio Barakat emerge como un recuerdo doloroso e incómodo de cómo el miedo y el odio inculcado por la religión destruyeron el corazón de Beirut.
El conflicto estalló por la desconfianza y la amenaza demográfica que representaba la Organización de la Liberación de Palestina (OLP) en el Líbano, con más de 400.000 refugiados palestinos -en su mayoría musulmanes- en los campamentos distribuidos por el país, para los grupos cristianos nacionalistas de derechas, liderados por las Falanges Libanesas (Al Kataeb, en árabe). Las escaramuzas iniciales entre falangistas y milicianos palestinos desembocaron en una encarnizada lucha entre las diferentes comunidades religiosas, que apoyaban a uno u otra bando, y más tarde en la entrada las fuerzas israelíes en el sur del Líbano, que se saldó con 150.000 muertos.
El edificio Barakat, conocido también como “la Casa Amarilla” por el color de su fachada, se encuentra en el vértice entre las calles Independencia y Damasco, por donde cruzaba la denominada Línea Verde, una frontera imaginaria que dividió el Beirut musulmán (oeste) del cristiano (este) durante el conflicto. Esta ruta suicida, que cruzaba desde la plaza de los Mártires (centro de Beirut) hasta el Museo Nacional (al final de la calle Damasco), estuvo ocupada únicamente por francotiradores que levantaron más de trescientas posiciones defensivas dentro de los edificios a ambos lados de la calzada. Como prácticamente nadie en su sano juicio transitaba por aquella peligrosa zona, comenzó a creer la hierba, y de ahí salió el nombre.
Fue precisamente la peculiar fachada abierta de este edificio de estilo neo-otomano -construido para la aburguesada familia Barakat por el reputado arquitecto Youssef Afandi Aftimos en 1924, y ampliado en una segunda fase en 1932 por Fouad Kozah- lo que lo maldijo en 1975. Ese extraordinario balcón a la ciudad se convirtió en la posición defensiva más codiciada por los francotiradores. De la noche a la mañana, la vivienda dejó de ser una residencia familiar para convertirse en refugio de milicianos cristianos de las fuerzas Kataeb, que desde allí podían controlar toda el área.
El domingo 13 de abril de 1975 fue el día en que cambió el rumbo de la familia Barakat. A Paul Barakat, de 65 años, la guerra civil libanesa le quitó algo más que el hogar donde nació y se crió: le arrebató los recuerdos de su familia. “Me alegra saber que la casa donde nací no ha sido demolida, pero para nosotros ya no significa nada. Le arrancaron el alma el día que nos marchamos”, sentencia.
Desde el bando palestino atacaron el edificio con cohetes RPG y uno de los proyectiles impactó en el segundo piso. “El piso estaba cerrado desde que murió mi abuela Victoria. Iba a arreglarlo para vivir allí con mi esposa, pero todo se quemó”, lamenta Paul. Tras aquel doloroso episodio, los Barakat y sus inquilinos palestinos, la familia Falaha, que eran socios de la empresa textil que levantó su abuelo Nicolás Barakat, abandonaron el edificio y nunca más volvieron hasta el día de hoy.
ños después la guerra continúan latentes las tensiones sectarias.