Las banderas de Brasil están por todas partes, se oyen disparos, pero no es una favela de Rio: en un barrio muy humilde de las afueras de Beirut, la capital del Líbano, la Seleçao desata pasiones a pesar de la derrota en el Mundial y durante unos días ha hecho olvidar las miserias del día a día.
“Aquí todos somos brasileños. Nos encanta Brasil, a muerte, pase lo que pase, aunque pierda”, asegura Ali, de 24 años, después de la eliminación del equipo sudamericano del Mundial-2018, el viernes en cuartos de final ante Bélgica (2-1).
En la periferia sur chiíta de Beirut, pese a la sequía de títulos mundiales de Brasil desde 2002, los brasileños siguen siendo los reyes y la gente allí admira sobre todo a Ronaldo, Pelé, Roberto Carlos y ahora, claramente, a Neymar.
Es frecuente ver casas decoradas con banderas brasileñas y carteles de gran tamaño con imágenes de los jugadores de la Seleçao en las tiendas.
“El hincha que anima a un equipo lo hace en las victorias, pero también en las derrotas”, se enorgullece Ali, que trabaja como repartidor para una multinacional.
En el Líbano, Brasil es un país que se percibe como cercano por motivos históricos y familiares. Millones de libaneses de la diáspora eligieron como casa el país más grande de Sudamérica desde finales del siglo XIX e incluso el actual presidente, Michel Temer, es de origen libanés.
En un país mediterráneo con problemas de desigualdades sociales y económicas, donde servicios básicos como el agua, la electricidad o la recogida de basuras se convierten regularmente en un calvario, la pasión del fútbol ayuda a hacer olvidar las dificultades habituales que padece la población.
– “Como en casa” –
Haydar Baddar, de 38 años, instaló un proyector fuera de su casa, en una calle estrecha. Varias decenas de aficionados al fútbol invaden la calzada y se sientan en sillas de plástico, principalmente hombres, para ver los partidos. El número 10 de Neymar domina en las camisetas durante esas reuniones.
Unas niñas están vestidas con los colores de Brasil, con una camiseta amarilla y un velo azul que cubre sus cabellos. Hay familias que siguen el partido en su balcón, mientras se escuchan de fondo tambores y vuvuzelas, casi como si estuviera jugando su selección nacional, algo que queda claro con la celebración del único gol brasileño en la derrota ante los belgas.
La derrota final deja algunos incluso con lágrimas en los ojos.
Haydar Baddar saca su pistola y vacía las balas con disparos al aire.
“Aquí, en estos barrios, vemos Brasil, sus barrios y sus calles, como si fuera nuestra casa”, asegura este hombre con barba cuidada, un ‘short’ gris y una camiseta Givenchy de imitación.
“En la periferia sur, desde que nacen, los chicos juegan al fútbol en el asfalto. No hay campos de fútbol. Cuando llega la noche les ves a todos jugando”, explica este comerciante.
– Una historia de amor –
Hussein Mohamed, de 25 años, abandonó la escuela “debido al fútbol”, según explica él mismo.
“Volvía de clase, tiraba la mochila y me iba a jugar a la calle”, recuerda.
Lleva a Brasil en la piel, literalmente: tiene tatuado el escudo de la ‘canarinha’, con sus cinco estrellas de campeón del mundo.
“Es una historia de amor desde la infancia. Una adicción”, continúa.
Hussein está en el paro, su padre sirio y su madre palestina están separados y es el único varón de la casa familiar, con siete hermanas.
“Siempre hay problemas con mi madre, ella quiere que encuentre trabajo, no necesariamente para mantenerla a ella y a mis hermanas, sino para que al menos sea independiente económicamente”, admite el joven.
“Estamos en un país en el que la situación es mala. Este barrio es muy modesto. El fútbol te hace olvidar. Cuando estás harto, vas al estadio y te olvidas”, cuenta.
En su calle ha sido uno de los impulsores de la idea de llenarlo todo con banderas de Brasil. “Hay más de mil. Es como Sao Paulo”, sonríe.