La presidencia estaba vacante, desde el final del mandato de Michel Sleiman, en mayo de 2014.
Salvador Bernal
La noticia del acuerdo político alcanzado el 31 de octubre para designar presidente del Líbano al general retirado Michel Aoun, fundador del Movimiento Patriótico Libre, aporta una luz de esperanza en el sombrío panorama del Oriente Próximo. La presidencia estaba vacante, desde el final del mandato de Michel Sleiman, en mayo de 2014.
Durante muchos años, El Líbano fue un modelo de convivencia, a raíz del Pacto Nacional de 1943, tras la independencia de Francia. Las sucesivas divergencias, no exentas de un inmoderado influjo de líderes locales y presiones externas, dieron lugar a una cruenta guerra civil en 1975, de la que salió con muchos deseos de paz y concordia en 1990. Las cosas se torcieron un tanto con el asesinato en 2005 del que fuera primer ministro, Rafic Hariri, y no han acabado de estabilizarse por completo, como muestra la amplia crisis política ahora cerrada. En ésta ha influido mucho el conflicto de Siria, en dos facetas: la abundancia de los refugiados, y la reconstrucción de milicias confesionales.
Las cifras de sirios que han cruzado la frontera camino del Líbano privan de cualquier fundamento a las reticencias europeas en esta materia: alcanzan a millón y medio de personas, prácticamente la tercera parte de la población local. Nada que ver con el egoísmo occidental, menos aún si se tiene en cuenta la débil ayuda internacional, muy inferior a la de la UE a Turquía. El riesgo es que el drama sirio se extienda al Líbano. En la práctica, los campos de refugiados son caldo de cultivo para la radicalización.
En concreto, ha contribuido al crecimiento de las milicias de Hezbollah (chiítas pro-Assad), frente a las de los rebeldes pro-sunitas y salafistas. Como señaló a mediados de 2013 elPatriarca Bechara Boutros Rai, “cualquier ejército no estatal debe ser considerado ‘ilegítimo’, y dará lugar a la vuelta del país a la ‘ley de la selva’ y al aumento de la delincuencia, fenómeno que por desgracia ya estamos registrando”. Sucedía un año después del histórico viaje de Benedicto XVI, que promulgó allí su exhortación apostólica posterior al sínodo de obispos especial celebrado en octubre de 2010 para tratar el conjunto de los problemas religiosos de esa parte del mundo.
La errática política de Estados Unidos en la región refleja un desconocimiento de la influencia religiosa real en la zona, quizá porque quería avanzar en laicismo, como dentro de su propio país. No ha captado que hoy por hoy resulta imposible la implantación de una laicidad al modo occidental, de inspiración cristiana. En cambio, vale la pena seguir apoyando –frente a los nuevos confesionalismos islamistas- el proverbial pluralismo religioso del Líbano –mayoritariamente católico, no se olvide-, por chocante que resulte a primera vista: según la tradición constitucional vigente, el presidente debe ser un cristiano maronita, el jefe de gobierno un musulmán sunita, y el presidente de la Cámara de diputados un chiíta.
De hecho, el nuevo presidente ha encargado formar gobierno al sunita Saad Hariri, líder del partido político “Futuro”, hijo de su asesinado predecesor en ese cargo hace ahora diez años. Fue ya primer ministro de 2009 a 2011. En su haber, haber contribuido a desbloquear el conflicto institucional, al unirse a quienes apoyaban la designación como jefe del Estado del general Aoun, histórico rival de los sunitas.
A pesar de los conflictos regionales –con los conocidos pulsos entre las potencias de la zona y las injerencias internacionales-, se abre ahora en el Líbano un camino hacia la normalidad institucional. Debe recomponerse en gran medida la administración pública, también para apoyar la salida de la crisis económica, agravada por la inestabilidad y los refugiados. Las crónicas desde Beirut acentúan el deseo de paz de la población, así como la esperanza de que se ponga freno a la corrupción.