1 de Agosto de 2021- INFOBAE
El 4 de agosto de 2020, un incendio en el puerto de la capital de Líbano provocó una de las explosiones no nucleares más potentes de la historia. Desfiguró la ciudad, mató a 200 personas y traumatizó a toda la nación.
El cataclismo se sintió hasta en Chipre, a unos 200 km de distancia. La magnitud de los destrozos, similares los de una guerra o una catástrofe natural, conmocionó al mundo.
Un desastre por el que nadie ha rendido cuentas, o casi nadie, y nadie ha sido juzgado. En muchos casos, las familias de las víctimas no han recibido visita ni explicaciones de las autoridades.
Líbano ya estaba al borde del derrumbe antes de la explosión, con una economía deprimida, un sector sanitario saturado por la pandemia y un futuro ensombrecido por la fuga de cerebros.
“Creíamos haber tocado fondo. ¿Cómo podría empeorar la situación?”, cuenta Rima Rantisi, profesora de la universidad americana de Beirut.
La población acusa a los dirigentes -muchos de ellos en el poder desde hace décadas- de corrupción e incompetencia, y sobre todo de dejar hundir el país y vivir desconectados de la realidad.
Un año después de la tragedia, el país aún no cuenta con un gobierno que lo saque de la peor crisis socioeconómica de su historia. Miles de millones de ayuda humanitaria del extranjero siguen bloqueados por falta de reformas.
El martes 4 de agosto de 2020, a las 18H00 pasadas, cientos de toneladas de nitrato de amonio almacenadas en el puerto “sin medidas de protección” -como han reconocido las propias autoridades- se incendiaron y provocaron una explosión considerada una de las más potentes no nucleares.
Las imágenes del hongo en el cielo de Beirut recordaron las de los bombardeos atómicos estadounidenses sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945.
– “Nuestra vida se paró” –
La población atribuye la tragedia en el hangar número 12 a la negligencia y corrupción de las autoridades, que permitieron el almacenamiento durante años de materiales peligrosos cerca de barrios residenciales.
“Lo que me quedó claro ese día (…) es que quienes dirigen este país son criminales y asesinos”, sostiene Rima Rantisi.
“Después de la explosión, lo hemos comprendido perfectamente: mientras sigan en el poder no se resolverá nada”, agrega.
La tragedia dejó 214 muertos, según un saldo oficial, más de 6.500 heridos, personas discapacitadas de por vida y decenas de miles sin hogar.
El próximo miércoles, para el primer aniversario de la explosión, las familias de las víctimas celebrarán una misa en el puerto y se han convocado manifestaciones contra los gobernantes.
“Nuestra vida se detuvo el 4 de agosto, lo perdimos todo”, resume Karlen Hiti Karam, de duelo por su marido, su hermano y su primo, todos ellos bomberos enviados al puerto para ayudar a apagar las llamas.
“Nada puede aliviar nuestra pena y cada día los extraño más”, añade esta viuda de 26 años.
“Antes de la explosión, el derrumbe económico ya había comenzado. Los responsables de todo esto son los mismos.Deben rendir cuentas (…)”.
Pero en un país con varios asesinatos políticos en las últimas décadas por los que nadie ha sido juzgado ni detenido cuesta pensar que la justicia sea posible.
El primer juez de instrucción encargado del dosier de la explosión, Fadi Sawan, fue recusado en febrero después de haber provocado un revuelo político al acusar al jefe de gobierno dimisionario Hasan Diab y a tres exministros.
Los intentos de su sucesor Tarek Bitar de hacer lo propio tropiezan con nuevas maniobras para impedirlo.
El gobierno de Diab dimitió días después de la explosión, pero sigue a cargo de los asuntos corrientes.
– Estado fallido-
Para los libaneses, la explosión del 4 de agosto fue la tragedia que agotó su paciencia.
Ya estaban decepcionados con la falta de resultado de las protestas de octubre de 2019, cuando estalló la ira popular contra los dirigentes. La revuelta no había conseguido echar a los señores de la guerra, que cambiaron el uniforme militar por la política al final de la guerra civil (1975-1990).
El colapso económico va de mal en peor, con el derrumbe de la libra libanesa y restricciones bancarias sin precedentes que provocan largas filas para poder sacar dinero.
También se forman filas delante de las gasolineras y los habitantes soportan cortes de electricidad con apagones que afectan incluso al aeropuerto internacional de Beirut, adonde los expatriados libaneses llegan con maletas cargadas de medicamentos imposibles de encontrar en el país.
Los hospitales advierten de una catástrofe sanitaria por falta de corriente.
El barrio de Mar Mijail recuperó una apariencia de normalidad con comercios y bares abiertos.
Pero las autoridades no han hecho nada, o muy poco, para ayudar a los damnificados y reconstruir una ciudad devastada. El peso de la limpieza de los escombros recayó sobre un ejército de jóvenes voluntarios y las oenegés.
A pesar de las obras, la catástrofe ha dejado cicatrices en los barrios más afectados, que albergan museos, galerías de arte y joyas del patrimonio.
“Todas las personas que conozco tienen problemas de sueño y luchan a diario, aferrándose a lo que les queda”, afirma Rima Rantisi. “Cada día nos despertamos con algo peor que la víspera”.
Líbano, otrora considerado “la Suiza de Oriente Medio”, se ha convertido en un Estado fallido. Y quienes han vivido una guerra civil dicen que la crisis actual es peor.
Bernard Hage cuenta este declive en sus caricaturas de prensa.
Bernard Hage apuesta sobre todo por una investigación para ver finalmente a un dirigente en la cárcel.
“Si esta explosión es capaz de hacer caer aunque solo sea a uno, podría ser el comienzo de una serie. Sería el primer dominó en tumbar el sistema. La brecha en el muro”.