Israel arrojó cuatro millones de bombas de racimo sobre Líbano durante la guerra de 2006. 700.000 siguen enterradas sin estallar. Voluntarios como Sukaina tratan de limpiar la tierra de explosivos.
“Me enteré por un anuncio que había un equipo de mujeres desminadoras y quise apuntarme. Me gusta el riesgo y la aventura. Soy chií y del sur del Líbano. Las mujeres de aquí somos muy valientes”. Sukaina Ismail, de 29 años, y madre de cuatro hijos, es una de las más veteranas desminadoras del equipo de mujeres del Centro de Coordinación de Acción contra las Minas del Líbano (LMAC, en sus siglas en inglés), dependiente del ministerio de Defensa, que trabaja para eliminar los miles de explosivos sin detonar que quedan en la frontera entre este país e Israel.
Cuando Sukaina le dio la noticia a sus padres no les hizo nada de gracia. Sukaina tenía por entonces 21 años, estaba recién casada y embarazada de un niño. “Mi madre se echó a llorar del disgusto. No podía entender que yo quisiera trabajar en algo tan peligroso. Pero cuando vieron mi decisión y empeño, me apoyaron en mi elección”, explica la desminadora civil.
Después de dar a luz, Sukaina fue seleccionada por el LMAC y recibió un curso de preparación y unas prácticas durante seis meses. Ella fue quien convenció a su esposo para que también se hiciera desminador. “Tengo más miedo de que le pase algo a él que a mí”, confiesa Sukaina. Esta valiente mujer arriesga su vida cada vez que está trabajando sobre un terreno contaminado de minas. No siempre las medidas de seguridad ni el traje de protección, el casco y el chaleco antifragmetación pueden evitar lo inevitable si por error pisara una mina antipersona. Y estas no faltan.
Durante los últimos días de su ofensiva militar contra la milicia chií Hezbolá, en el verano de 2006, Israel arrojó cuatro millones de bombas de racimo sobre Líbano. Un millón de estas municiones quedaron sin detonar y a día de hoy solo un tercio de ellas ha sido limpiado. Diez años después de la guerra de los 33 días, que dejó un balance de 1300 civiles muertos en Líbano y 165 en Israel, las bombas de racimo y las minas terrestres israelíes diseminadas en el sur del país siguen amputando miembros y sesgando vidas inocentes.
Así, el Líbano se ha convertido en uno de los países más afectados por estas armas prohibidas internacionalmente, junto con Irak y Afganistán. Bajo presión internacional, el gobierno israelí entregó a la ONU mapas de 405.000 minas abandonadas en el sur libanés antes de la retirada de sus tropas de la zona en mayo de 2000, tras 22 años de ocupación. Sin embargo, se ha negado hasta ahora a entregar los mapas de la localización de los artefactos arrojados en la guerra del verano de 2006.
Un vertedero radiactivo
“El principal problema es que cuando una bomba de racimo explota en el suelo cientos de sub-municiones se esparcen y muchas de ellas nunca llegan a estallar”, explica a El Confidencial Khaled Yamout coordinador del programa de desminado de la ONG Norwegian People´s Aid (NPA). “Hay fragmentos de estas bombas sin detonar ocultas en viviendas, campos de cultivo, incluso vehículos. Un niño, un campesino, cualquier persona puede ser víctima por la explosión de una mina o una sub-munición de bomba de racimo”, denuncia Yamout.
A ello se suma el peligro de la contaminación radiactiva que dejan las bombas de racimo que no han sido detonadas. “Israel utilizó como un vertedero radiactivo el sur del Líbano. Muchas de las bombas que lanzaron las fuerzas israelíes pertenecían a unas remesas ya caducadas”, alerta el coordinador de NPA.
Khaled, un refugiado sirio de 8 años, es la última víctima mortal de una bomba de racimo abandonada sin detonar en el sur del Líbano.
Oriundo de la ciudad de Alepo, el pequeño huyó con su familia de la guerra en Siria en 2012 para acabar muriendo en el Líbano. El incidente ocurrió en junio de 2015. Sus dos hermanos, Mahmud de 5 años y Hasan, de 7, también resultaron heridos por la explosión de una bomba de racimo M85. Jamil, el padre del pequeño Khaled, todavía se siente culpable por la muerte de su hijo. Su esposa, Iman, no ha superado aún la muerte de su primogénito. El peso del dolor en el pecho apenas le permite respirar.
Unos días antes del accidente, Jamil estaba limpiando el patio, un pequeño espacio recubierto de maleza, maderas y alguna que otra planta en el exterior de su casa en la aldea de Tibnin, las afueras de Tiro, sur del Líbano. De repente, una serpiente de tres metros apareció y en el intento de Jamil de acabar con ella, ésta le mordió. Debido a la infección tuvo que ingresar en el hospital. A la vuelta, por temor a que sus hijos también fueran mordidos por la serpiente, Jamil se puso a buscarla de nuevo en el patio y sus hijos le ayudaron. Mahmud encontró un objeto con forma de campana con una anilla blanca. En ese momento Khaled, al ver lo que había encontrado su hermano, decidió quitársela de las manos, con un desenlace fatal: la bomba les explotó y un fragmento atravesó la garganta a Khaled e hirió a Mahmud, Hasan y a su padre.
“Huimos de la guerra y lo he perdido aquí”
Alarmados por la explosión, los vecinos llamaron a una ambulancia para evacuar los heridos. A pesar de todos los esfuerzo Khaled no pudo llegar a tiempo al hospital. Mahmud perdió un riñón y su cuerpo estaba cubierto de metralla. El niño tiene cicatrices en el estómago, brazos y piernas. Hassan tiene lesiones internas por las esquirlas de la bomba que se clavaron en su cuerpo, y Jamil ha quedado afectado de un pie.
“Todo fue por la maldita serpiente. Huimos de la guerra para evitar que ella nos alcanzara y he perdido a mi hijo aquí”, lamenta Jamil, que agradece la solidaridad de los aldeanos. “ Los vecinos se han volcado con nosotros. Nos están ayudando en lo que pueden. El día del entierro la gente gritaba que Khaled era un mártir del pueblo”.
Los mellizos Hasan y Nabih, de 13 años, se recuperan de su traumatismo tras el accidente por la explosión de una mina antipersona en el centro de rehabilitación del hospital libanés italiano de Tiro. Nabih ha recobrado prácticamente la movilidad en piernas y brazos, pero a Hasan le afectó la parte nerviosa de la pierna derecha y no se ha recuperado.
Era el primer de las vacaciones de verano y los niños se fueron con unos amigos a bañarse en unas pozas en la localidad sureña de Zabain. Hasan quería subirse a un árbol y al impulsarse pisó una mina que estaba enterrada. “Los amigos de mis hijos vinieron corriendo a casa a avisarme del accidente. Lo primero que pensé que habían muerto”, relata la madre, Jadiya Hamsa. Por segunda vez, Jadiya revivió aquel dolor que sintió hace dos años, tras la pérdida de un hermano por la explosión de otra mina cuando estaba trabajando en el campo.
“Cuando hay algún herido o baja entre mis compañeros claro que tengo miedo y me hace replantearme mi trabajo. Pienso que me podría haber tocado a mí. Pero como odio tanto estas armas y no quiero que le pase a nadie más, tengo el coraje de seguir”, manifiesta Sukaina. “Cada explosivo que quitamos estamos salvando una vida. Cada vez que el equipo de artificieros hace detonar uno de estos artefactos, pienso que podría haberle explotado a unos de mis hijos”.