Un misterioso repique de campanas se pierde en la inmensidad del valle de la Qadisha, en el norte del Líbano. Es la hora del ángelus.
Como una aparición, un anciano de larga barba blanca, ataviado con un hábito y capucha negra, desciende un camino de tierra con paso renqueante. El padre Darío Escobar soporta sobre sus rodillas el pesado peso del paso del tiempo. En julio cumplirá 82 años, y dieciséis como eremita del santuario de Nuestra Señora de Hauqa, excavado en el interior de una cueva en el valle. También se le conoce como el “valle Santo” porque sus cuevas naturales sirvieron de refugio para monjes y anacoretas maronitas (de la iglesia católica oriental) en el siglo XVI.
Ahora, este ermitaño colombiano es el único custodio del valle de la Qadisha. Su avanzada edad no le ha quitado ni la fuerza ni el entusiasmo que emana en su interior. Probablemente, la sangre latina que bombea su corazón sea una de las razones por las que mantiene tanta energía.
Para llegar a la ermita se necesita una gran preparación física o una fe inquebrantable. Hay que subir y bajar un largo sendero de varios kilómetros con empinadas escaleras de piedra que le quitan a uno el aire. El monje escogió este paraje por su aislamiento.
Escobar nació en Medellín, Colombia, pero no guarda relación alguna de parentesco con el famoso narco del cartel de Medellín, Pablo Escobar . A los 11 años ingresó en un seminario eudista, de la congregación de Jesús y María. “Desde niño sentí la necesidad de ayudar a los demás. Mis padres vieron en mi esa cualidad y decidieron enviarme al seminario”, explica a El Confidencial. Siempre con un gran sentido del humor, nos dice: “Le dije a mi mamá: si allí voy a poder jugar al fútbol, dale, vámonos al seminario”.
Durante más de medio siglo ha servido a la orden eudista en Medellín y Pasto. “En Pasto, yo era un hombre muy importante, era profesor de Teología en el seminario, de Psicología en la universidad”, explica el ermitaño antes de confesar que recibió una herencia de sus padres: “El dinero nunca me hizo feliz, por el contrario me aportó dolores de cabeza”.
10 años de espera, 16 de soledad
Dejó Colombia para marcharse a Miami, donde enseñó psicología y daba consejos matrimoniales en la parroquia. Fue allí, en Estados Unidos, cuando sintió una voz interior que le dijo que dejara la vida activa para “dedicarse a la meditación de la palabra de Dios”. Sin embargo, su superior de la congregación de Jesús y María no le permitió el retiro espiritual.
“Conocí a Monseñor Payán, que había venido de visita a la iglesia de Nuestra Señora del Líbano [la única iglesia de culto católico maronita en Miami] y me ofreció ir al Líbano a celebrar mis 25 años de sacerdocio en soledad”, explica el padre Darío, antes de agregar que “la iglesia maronita es la única que aún permite hacerse ermitaño”. El sacerdote colombiano escribió una carta al Papa Juan Pablo II para que le permitiera cambiar al credo maronita sin renunciar a la orden eudista. “Soy bi-ritual; puedo celebrar misa en latín, árabe y siriaco [la antigua lengua de los cristianos orientales]”, indica.
El Padre Darío llegó al Líbano en 1990 e ingresó en el convento de San Antonio de Qozhaya, en el valle de la Qadisha. Después de hacer los votos tuvo que esperar un período de 10 años para ser ermitaño. El sacerdote colombiano cuenta que necesitó permiso eclesiástico para poder ocupar la ermita. “Yo quería venir aquí pero el superior general no lo aprobó porque estaba lejos del convento y apartado de todo. Para convencer a mi superior le dije que si ocupaba la ermita, el convento iba a adquirir una nueva propiedad. Así que aceptó mi oferta y pidió permiso al Patriarcado”, detalla el eremita.
En la ermita hay una capilla, un campanario, una pequeña biblioteca con un escritorio que preside una calavera, un hornillo de gas y una diminuta habitación. “No tengo televisión ni teléfono ni internet. No quiero perder la paz interior”, asegura el anacoreta, antes de agregar que para comunicarse con el convento utiliza un walkie talkie. El único día que oficia misa en la capilla de la ermita es el Jueves Santo. “A veces tengo que hacer dos servicios en la mañana y la tarde porque vienen feligreses de todo el Líbano”, comenta.
En esa vida de silencio, el padre Darío no se aburre nunca. Dedica catorce horas diarias a la oración, tres a cultivar su huerto, dos a leer la vida de los Santos o al estudio, y cinco a dormir sobre un cilicio, con una piedra como almohada, en una estrecha celda sin ventilación. “No podría volver a dormir con almohada y mucho menos sobre un cómodo colchón”, indica el padre Darío que cuenta que una chica que trabaja en la Cruz Roja, que suele ir a visitarle, le trajo una vez un colchón medicinal porque le dolía la espalda de trabajar en la huerta: “Era tan cómodo que tuve que devolvérselo a los dos días. No nos está permitido”.
Las inclemencias del tiempo
“La vida del ermitaño tiene que ser muy simple”, apunta el asceta colombiano, antes de agregar que lo único que le molesta es no poder cortarse la barba ni el pelo. Las dos únicas excepciones que se permite es escuchar, de vez en cuando, los partidos de fútbol por la radio, su gran pasión, y beber vino dulce fuera de la Eucaristía. Su dieta, estrictamente vegetariana, consiste en hortalizas y verduras que el mismo cultiva en su huerto. “Solo hago una comida al día y hago el ayuno de las seis Cuaresmas”, detalla. Cuando la comida no le alcanza, en los meses de más frío que se hielan los cultivos, “me cocinan en el convento y me traen una ración de arroz y habas” explica el padre Dario. “Como ermitaño, vivo en la pobreza absoluta y soy más feliz así”, insiste.
El invierno es especialmente duro. Bajan tanto las temperaturas que se suele llenar de nieve el camino, por lo que el padre Darío pasa largas temporadas incomunicado. “Nunca me siento aburrido, miro el mismo paisaje y siempre me parece diferente”, indica el ermitaño, que en su más absoluta soledad dedica muchas horas a leer obras místicas y de teología. El Ermitaño admira al Papa emérito Benedicto XII. “Es un gran teólogo y un ejemplo como sacerdote”, sostiene el padre Darío, que estudió alemán para poder leer los ensayos de Teología de Joseph
El eremita únicamente abandona el santuario de Nuestra Señora de Hauqa cuatro veces al año, y reconoce que tener que salir le resulta un fastidio. “Sufro cuando tengo que ir al convento. Eso es un infierno. Salgo el día de San Antonio, patrón del convento, en Navidad y el Domingo de Pascua. Siempre voy andando, aunque esté nevando. Pero el año pasado no pude hacer la renovación de votos el día de San Antonio [17 de enero] porque había más de metro de nieve y estaba bloqueado por todas partes”, explica.
Según la regla, al ermitaño no se le permite hablar con los visitantes que se acercan a la ermita, pero el padre Darío es incapaz de rechazar una visita. “No puedo decir que no. A veces la gente de los pueblos de alrededor viene a la ermita y me preguntan por el porvenir; si van a encontrar novio o trabajo. Creen que soy un adivino o un curandero que hace milagros”, explica risueño el ermitaño. “No puedo decir que no a una persona pobre que viene en busca de guía espiritual, a confesarse o para hacerle una terapia psicológica”, insiste. Incluso ha tenido que aprender hausa (un dialecto de Nigeria) para poder confesar a una señora mayor nigeriana. “Una vez una mujer, enferma de cáncer, me prometió hacer un camino sobre el sendero de cabras si rezaba por ella. Para mis adentros pensé que rezaría aún más si ella no lo hacía”, relata divertido.
Como cualquier vecino en el Líbano sufre la escasez de agua en verano. “Compré tanques de agua, solo para poder cultivar patata y cebolla. Tengo un turno de 12 horas de agua, pero la gente me lo roba. Por eso me compré un tanque para no tener que pelearme con las vecinas que toman el agua para regar sus jardines”, se queja. Pero a pesar de la extrema dureza de su vida, el padre Darío cree que siempre habrá ermitaños en el mundo: “Quien ha probado esta vida no quiere otra. no renunciaría ni siquiera a cambio de la mayor de las fortunas”.