Recorrido desde Beirut al límite con Siria, donde el ejército libanés y los milicianos combaten las incursiones de los extremistas del ISIS.
“Somos la memoria que tenemos”, decía José Saramago para describir a los hombres. La sentencia encaja holgadamente en Oriente Medio, cuyas fronteras, trazadas a lápiz y papel hace casi un siglo por astutos diplomáticos imperiales de Francia y Gran Bretaña se sostienen hoy trabajosamente entre guerras de intereses, extremismo y ambiciones hegemónicas.
Algunas de esas demarcaciones están erizadas de armas y muros, otras son difusas y volátiles. Una de ellas es la del Líbano con Siria, saturada durante décadas de enfrentamientos y tensiones que dejaron surcos en la memoria de la gente. Hoy es trinchera contra el yihadismo, en un presente de temores globales. “El pasado está muy presente en el Líbano”, advertía el catalán Josep Zapater, un funcionario de ACNUR que intenta armonizar el arribo de refugiados sirios sunnitas a territorio shiíta.
Desde Beirut se llega a la frontera siria atravesando el exuberante valle de Bekaa, donde el macedonio Alejandro Magno fundó su Heliópolis –la ciudad del sol– y el romano Augusto levantó el formidable templo a Júpiter, con columnas gigantescas para demostrar sumisión al poder divino.
Sólo hay 130 km entre la capital libanesa y Damasco, unidas por una ruta que siempre fue la salida más rápida de Siria hacia el mundo exterior. En gran parte del trayecto de esta vía se pueden ver viviendas vacías sobre las colinas, de buena construcción y de envidiable ubicación con vista al valle.
Pertenecían a familias de buen pasar que las abandonaron cuando el Ejército sirio invadió el país en 1976 con la excusa de “pacificar” y ayudar a las minorías en la guerra civil que acababa de comenzar. “Esas casas fueron ocupadas por los jefes militares sirios”, cuentan con memoria fatigada los libaneses, que recuerda cómo los sirios dominaron su país durante casi tres décadas.
En el 2006 les tocó el turno a los israelíes, que bombardearon esa ruta y los puentes que la cruzaban. Fueron tiempos de desprecios y odios, donde las religiones y las potencias jugaron su juego.
Hoy son otros los colonizadores. Al bajar, entre campos sembrados a lo largo de la ruta, asoman cautelosas las banderas de Hezbollah y los afiches con la cara de su líder, el jeque Hassan Nasrallah. Esto es así desde que la guerra civil de quince cruentos años desestabilizó al país y lo dividió en una serie de zonas de influencia partidista. La agrupación shiíta, financiada abultadamente por Irán y aliada fiel del sirio Bashar al Assad, domina gran parte de esta región.
Los milicianos se mueven con soltura por el valle de Bekaa. Sus kalashnikov contribuyen eficientemente a detener el avance de los yihadistas del ISIS. Conviven con las tropas del Ejército libanés en una simbiosis de necesidades mutuas. No son los únicos civiles con armas. Aquí todo el mundo maneja alguna, o varias. Resabios de guerras inconclusas, que ayudan a apagar temores e inquietudes.
Este es el costado dócil de la frontera, donde se refugian los sirios que no tienen adónde ir. Los que ni siquiera cuentan con dinero para pagarles a los mercenarios que los trafican por el Mediterráneo a una Europa indolente. Del otro lado de este límite árido se expande la guerra, sin reglas ni piedad, donde el fundamentalismo hizo de la crueldad su bandera.
Lejos de los dioses y de los caprichos geopolíticos, ambos pueblos comparten tierra y lengua, tanto como amores y odios por algunos de sus vecinos. Esa porosa frontera, de amigos-enemigos, es atravesada a diario con audacia e ingenio: el contrabando es parte de la vida intensa del lugar. Por allí pasan todo tipo de alimentos, pero también armas, explosivos y piezas arqueológicas invaluables, producto del saqueo a ricos yacimientos sirios.
Cuando los hombres no pueden, recurren a las mulas, de ágil memoria para ubicarse. Los pobladores cargan los animales con mercadería y les dan una palmada en la nalga, suficiente acicate para que vuelvan solos al corral, del otro lado de la frontera, eludiendo guardias y controles. Picardías, incentivadas por la crisis.
También pasan suicidas, o rehenes manipulados por el ISIS. Ya hubo diez atentados en la región. Uno de los últimos quedó en ese circuito de memoria colectiva que los habitantes cuentan con aprensión. Era un joven de unos 20 años que los jefes yihadistas de Siria habían atrapado en una red de favores. Sin trabajo, le dieron fondos para mantenerse y ayudar a su familia. A cambio sólo pedían compromiso ideológico. Hasta que un día reclamaron mucho más: que se detonara en un puesto de control del Líbano, cruzando la frontera.
El adolescente rechazaba semejante misión, pero las amenazas a su familia lo convencieron. Finalmente, en una crisis de nervio y desesperación manejó un auto destartalado hasta el puesto militar. A su paso les iba pidiendo a los otros automovilistas que se apartaran: no quería lastimar a nadie. La explosión sólo lo mató a él. Con eso le bastó para dar por cumplido el pacto de horror.
De estos condimentos se nutre la memoria de la región. Los recuerdos estimulan las lealtades y fermentan las heridas.